En nuestro país es larga y dolorosa la historia de la pólvora en campos y ciudades; desde la muerte y mutilación de seres humanos y animales, hasta la muerte colectiva de hombres y mujeres como ocurrió hace décadas en Tuluá. Los gobiernos de vez en cuando y luego de las desgracias han tratado de controlar su uso pero nunca se ha puesto en marcha un sistema legal que verdaderamente regule esta costumbre nefasta que empieza en las fábricas clandestinas, la comercialización mafiosa, el uso sin control por parte de niños y ebrios al son de supuestas euforias colectivas que cuentan con la indiferencia complaciente de las autoridades.
Es preocupante el silencio y la falta de acción por parte del estado, no existen campañas contundentes que inviten a la concientización del daño irreparable que deja el uso indiscriminado de la pólvora. En vísperas de las celebraciones decembrinas a los administradores gubernamentales de nuestro país, parece habérseles olvidado por completo la tragedia que causa a toda clase de vidas, cuando los estallidos de voladores, el estruendo de las sirenas y el humo tóxico producen la muerte a nuestras mascotas, a especies de nuestra fauna, daños en bosques e irreparable perjuicio en la vida humana.
Desafortunadamente las quejas de los ciudadanos y los gemidos ambientales no son escuchados sino cuando el daño está hecho. En esto como en muchas otras cosas, la prevención del riesgo llega después de las desgracias. Es urgente tomar acciones en defensa de la vida, crear estrategias y herramientas jurídicas para combatir esta costumbre peligrosa, que en muchos casos es mortal.
La obligación de regular la pólvora en las festividades de fin de año corresponde a los gobernantes, sin excluir la responsabilidad social que tienen todos los ciudadanos.