Un alegato contra la existencia de las cárceles de animales (Zoológicos), cuyo único delito es haber nacido como tales, convertidos en objetos de apropiación para nuestra distracción y divertimento.
Volviendo un día de un paseo matinal por el río, me crucé con un grupo de pequeños estudiantes, de 5-6 años de edad, acompañados por varios profesores. Parecía que se encaminaban hacia el Parque Zoológico puesto que el mismo se encontraba cercano y es normalmente visitado por grupos escolares de niños. Iban muy contentos y su alegría infundió en mí una sensación de felicidad. Pero, una vez que nos rebasamos el grupo y yo, la simple suposición de que iban a visitar el parque zoológico desencadenó en mí un sentimiento de indignación y una cascada de reflexiones y preguntas sobre el significado de mantener a especies silvestres en condiciones infames de vida o privadas de su hábitat natural, es decir, en recintos zoológicos sean del tipo que sean.
Me invadió la necesidad de escribir como un alegato contra la existencia de esas cárceles de animales cuyo único delito es haber nacido como tales y convertidos en objetos de apropiación para nuestra distracción y divertimento. La necesidad se transformó en imperativo en tanto que, como biólogo y, sobre todo, naturalista que soy, decidí en un momento dado de mi vida dedicarme al estudio de las aves, paradigma de la libertad como nómadas del viento. Llegó un momento que la visita a los zoológicos se trocó de divertida a trágica al ver a esos seres vivos confinados en unos pocos metros cuadrados y entre rejas. La visión de sus movimientos repetitivos y patológicos en sus recintos me producía una angustia insoportable. Estaba
contemplando la esclavitud de la naturaleza, es decir, la anti-naturaleza.
A la vista de esos niños, me preguntaba ¿cómo es posible que en el siglo XXI existan todavía estas prácticas educativas? Estas prácticas entran en contradicción con la educación ambiental que, simultáneamente, están recibiendo esos niños y en virtud de la cual se pretende inculcar el respeto a los animales y las plantas, respeto sin el cual no es posible la conservación de la
naturaleza. ¿Cómo viven los niños esa dualidad contradictoria, esa esquizofrenia en la educación?
Me temo que deja una huella inconsciente en la mente de ellos de tal manera que normalizan la compatibilidad entre ambas actitudes. Me gustaría que el profesorado a cargo de esos niños reflexionaran sobre esa contradicción.
Lo que se les muestra en los recintos zoológicos es una serie de animales enjaulados o privados de su hábitat natural, como trofeos vivos de nosotros los humanos, como una banalidad más de simple entretenimiento. Desde una pedagogía del respeto por todo lo vivo, tales recintos no pueden seguir siendo un instrumento de esa pedagogía sin traicionar la filosofía misma de ese respeto. Ese respeto es el que sustenta cualquier pasión por la naturaleza tan necesaria hoy día en que la mayor parte de la población crece con escasa conexión vital y emocional con la biosfera.
La educación brinda una oportunidad hermosa para acabar con esa contradicción, una de las tantas contradicciones en las que nos desenvolvemos. Es necesario desterrar la idea de tener la experiencia de contemplar animales en cautividad porque normaliza un hábito muy extendido en la sociedad que junto con otras actividades, como la caza y las fiestas crueles con animales, constituyen algo a superar culturalmente. Esa evolución cultural tiene que abarcar no solo al sistema educativo sino al conjunto de la sociedad donde ese sistema está embutido. Los niños difícilmente evolucionarán si no evolucionan los adultos.
La visita a cualquier recinto zoológico debiera ser sustituida por una pedagogía basada en la observación de los seres vivos al aire libre, en el jardín, en los parques urbanos, en el campo. Esa observación atenta, interrogante, estimula la curiosidad por los fenómenos naturales e induce un contacto afectivo con todo lo vivo que, generalmente, genera una aversión a contemplar a los animales privados de su libertad.
La caza de los animales enjaulados ha sido y es un negocio; su tráfico y la explotación de los recintos zoológicos es otro negocio que redunda en beneficio de instituciones o particulares. Es decir, los recintos zoológicos son fuente de lucro que tienen una repercusión nefasta sobre las poblaciones animales, y esta circunstancia se oculta tanto a los niños como a los adultos. Si tenemos en cuenta la enorme cantidad de recintos zoológicos que hay en el mundo, nos podremos hacer una idea del mercadeo de animales que sirve de soporte al negocio de enjaular a los animales. Y esto mismo puede decirse de esos parques temáticos en el que un sin fin de especies animales, aparentemente en libertad, se encuentran también fuera de su hábitat natural.
Por tanto, es necesario que las instituciones abandonen la idea de crear y perpetuar cualquier forma de confinamiento animal ya que, de lo contrario, están reproduciendo la misma contradicción que se vive en el sistema educativo impidiendo la difusión de una ética de conservación de los animales en sus hábitats naturales.
Todas las formas de confinamiento animal son reliquias del pasado que deben extinguirse ante el avance de una nueva cultura de respeto por las especies salvajes. Esta nueva cultura contempla a estas especies, no como formadas por individuos aislados, sino como individuos que interactúan entre sí y con el conjunto de especies que viven en el mismo espacio vital, constituyendo una trama llamada biodiversidad. Y, de esa biodiversidad formamos parte nosotros, la especie humana. Esa nueva cultura es la que ha facilitado que la jueza argentina María Alejandra Mauricio haya dictado en noviembre de 2016 una sentencia histórica, cultural y éticamente revolucionaria, en la que reconoce a la chimpancé Cecilia como sujeto de derechos no humanos y, por tanto, le asiste, entre otros, el derecho fundamental a nacer, a vivir, a crecer y morir en el medio que les es
propio según su especie”.
Esa decisión judicial, como respuesta a la denuncia de Pedro Pozas Terrado, Director Ejecutivo del Proyecto Gran Simio en España, va a permitir liberar a la chimpancé del zoológico de Mendoza (Argentina) donde se encontraba confinada. Esta es otra forma de mirar al mundo que nos rodea.
Estoy seguro que con el tiempo, y nuestra voluntad, esas decisiones se van a multiplicar dando lugar a una nueva manera de percibir y sentir la naturaleza en la que cada vez sea más difícil confinar animales usando las coartadas y pretextos que se usan hoy día. Desde esa nueva visión del mundo natural que nos rodea, solo sería aceptable el confinamiento de las especies necesario para facilitar su reproducción y evitar su extinción.
Los recintos y parques zoológicos no son sino la materialización de nuestra libertad encarcelada, de nuestra cruel insensibilidad hacia los seres vivos. La aceptación de esos recintos es una forma más de nuestra ansia por apropiarnos del mundo que nos rodea y que se revela como una pieza clave en cómo concebimos nuestra forma de estar en este planeta.
Tenemos que liberarnos de esa cultura de la apropiación y dejar paso a una cultura de coexistencia respetuosa con la biosfera. La privación de libertad de los animales forma parte de una dimensión más profunda de nuestra relación con la naturaleza, una relación destructiva de una escala desconocida hasta ahora y cuya rápida evolución está dando lugar a un escenario de destrucción ecológica sin precedentes. En ese escenario, el tema de los recintos zoológicos parece un tema nimio, sin importancia, pero si desaparecen por efecto de otra pedagogía más constructiva y apasionada de la conservación de la biosfera, habremos dado un paso necesario para seguir cambiando nuestras actitudes culturales y dejar a las generaciones futuras imbuidas del imperativo ético de que las especies animales vivan en sus hábitats naturales.
Quisiera terminar estas reflexiones en pro de la vida libre animal con las hermosas palabras de J.W. von Goethe: “Cierra los ojos, aguza los oídos y, desde el sonido más leve hasta el más violento ruido, desde el tono más sencillo hasta la más elevada armonía, desde el grito más violento y apasionado hasta la más dulce palabra de la razón, es la Naturaleza la que habla, la que revela su existencia, su fuerza, su vida y sus relaciones, hasta el punto de que un ciego al que se le niega el
mundo infinitamente visible puede capturar la infinita vitalidad a través de lo que oye”.