Saber que el sol es el epicentro de nuestro sistema planetario, dentro del mundo cósmico, fue y sigue siendo un misterioso esfuerzo de la humanidad que, hasta sangre y tormentos sin cuento le ha costado: por razones míticas o religiosas o por la soberbia antropocéntrica cuando, apenas en el “renacimiento” occidental se supo entre la clandestinidad y los riesgos de los sabios de entonces, que el geocentrismo nunca existió y que también tocaba su fin la dictadura del eurocentrismo colonizador que persiste en subyugarnos. Pero insistían en pensar que este planeta era el único poblado por seres inteligentes cuando seguramente somos –todos-, apenas una partícula del universo y el Sol, el nuestro, el eje de uno de los sistemas planetarios.
Los pueblos primitivos por su parte y en sus tiempos, deificaron al astro sol y le rindieron culto por “los favores recibidos” y veneración a su imponente presencia de cada día.
Las dudas que suponen la reflexión, fueron el soporte del “Renacimiento” que abriga en su agitación continua las viejas experiencias: las de los sabios griegos, sus filósofos, matemáticos, geómetras y geógrafos; también la de los especuladores del medioevo y sus secretos; las de mitos y leyendas antiguas; pero también las de los contemporáneos poderosos que la ciencia enfrenta o complace no obstante el peligro: Así la historia de Galileo Galilei (1564) o la de Nicolás Copérnico (1473) quienes a pesar de castigos y amenazas de muerte descubren para siempre que la tierra gira alrededor del sol.
En esta llamada post modernidad son los matemáticos, los astrónomos, los astronautas quienes cumplen la tarea. Pegando pedazos de la historia que tienen que ver con la luz y la sombra, con la gravedad y el vacío, con las temperaturas y el clima, con los tiempos y las distancias cósmicas, con el aire, la tierra y la nada, con los océanos y las atmósferas; sobre la composición del sol y las manchas o lunares enigmáticas de su faz, con su calentamiento en la tierra, con su valor como fuente energética para los humanos, con los peligros a su exposición con el calor que despide y que derritió las alas de Ícaro según la leyenda.
Ahora, aprendemos desde la tierra nuestros deberes ecológicos frente a Súe el Dios muisca y del cual depende la vida de todos los ciudadanos de la tierra.
Fuente: Fundación Amigos del Planeta.