El calentamiento global y la degradación del medio ambiente es un fenómeno mundial que afecta a todos, pero Colombia lo sufre de manera especial. Es el segundo país con más biodiversidad y el tercero con más agua del planeta, pero su posición geográfica, con costas en el Pacífico y el Atlántico, en las que los fénomenos como El Niño y La Niña les afecta, además de los altos índices de deforestación por años de lucha armada, hacen que sea uno de los más vulnerables al cambio climático. Y esto en contraste con su contribución reducida a la emisión de gases de efecto invernadero, que apenas es de un 0,6%.
“El cambio climático, los gases de efecto invernadero, negocios verdes, economía circular… Estos conceptos no pueden quedarse para los grandes discursos, tienen que calar en los jóvenes”. La pedagogía de las generaciones presentes es crucial para Miyer Hernán Legarda, profesor de Educación Medioambiental de Institución Educativa de Desarrollo Rural La Selva, en Ginebra, en el Valle del Cauca.
Miyer Hernán Legarda, de 28 años, imparte Educación Medioambiental en la Institución Educativa de Desarrollo Rural La Selva, en el municipio de Ginebra, del Valle del Cauca (Colombia). En la imagen, el docente posa en las huertas comunitarias del centro educativo, donde se planta frijol y cilantro, entre otros productos.
Adriana María España, productora de limón Tahití en el Rosario, Nariño, se asombra que aún haya personas que no entiendan lo vital que es plantar árboles alrededor de los cultivos para mejorar la producción y preservar la naturaleza. Corina Jiménez, líder comunitaria en una pequeña comunidad del Valle del Cauca, confía en que sus vecinos se empoderen y crean que el agua les pertenece. Por su parte, Sebastián González, agricultor de cacao, ha presenciado como la violencia le ha cambiado la vida a él, a su familia y al ecosistema donde vivía.
Al hilo del Día Mundial del Medio Ambiente, hemos viajado al Valle del Cauca y a Nariño para conocer los territorios donde trabajan y luchan estos cuatro líderes medioambientales contra la sequía, la deforestación, la violencia y la falta de educación medioambiental. Estas son sus historias de vuelta al campo para cuidar de la biodiversidad de Colombia.
Miyer Hernán Legarda, profesor, 28 años: “Los jóvenes somos los que más apostamos por las acciones contra el calentamiento global”
Miyer Hernán Legarda, en el exterior de la institución educativa rural la Selva, Ginebra (Colombia), donde ejerce como profesor de educación medioambiental.
El reloj marca las nueve y media de la mañana de un día brumoso de mayo. El timbre resuena en cada una de las aulas de la Institución Educativa de Desarrollo Rural La Selva, en el municipio de Ginebra, del Valle del Cauca. En esta escuela rural, con capacidad para 150 estudiantes venidos de cinco veredas –término que se utiliza para los municipios rurales de entre 50 a 1.200 habitantes– es donde Miyer Hernán Legarda (Guaitarilla, 28 años) imparte Educación Medioambiental.
“Toca volver hoy a la zona de compostaje, chicos, y seguir la clase allá”, anuncia Legarda a sus 20 alumnos de séptimo grado, de entre 12 y 13 años, sobre el sonido del timbre. Este centro es el único del corregimiento de Costa Rica donde se imparten clases de técnicas agropecuarias. En esta localidad rural de más de 3.000 habitantes se cultiva principalmente café y el llamado pancoger, es decir, productos para la alimentación más básica, como son el maíz, el frijol, la yuca y el plátano.
La clase de Educación Medioambiental que hoy imparte Miyer, alrededor de tres bañeras de cemento donde se asienta la tierra, los gusanos y las hojas secas, respectivamente, trata sobre los pasos necesarios para producir abono orgánico. “Si estamos de visita en casa de nuestra tía, por ejemplo, con nuestros hermanos. ¿Qué pasaría si no nos dan de comer o le dan más alimento a mi hermano que a mí; ¿o no me dan las cobijas -mantas- para dormir?”, pregunta el docente a sus alumnos, que alrededor de las instalaciones para el lombricultivo escuchan atentos. “Me gusta usar las analogías en mis ejercicios para que así los estudiantes puedan interiorizar el conocimiento con una situación que les sea cotidiana”, reconoce Hernán.
Hijo de una maestra rural de infantil y de un campesino, Hernán Legarda creció en una vereda, la de Guaitarilla, en el departamento de Nariño, en un entorno similar al que viven los niños a los que ahora enseña. “Cuando uno crece en este tipo de sectores y tiene la oportunidad de ir a la universidad, entiende la importancia de la docencia para mejorar su calidad de vida y transformar la sociedad”, asegura el licenciado en Biología por la Universidad de Caldas. “Aquí —la escuela— es donde enseñamos valores, a cómo cuidar nuestra tierra y cómo deberíamos comportarnos para mejorar nuestra vereda, nuestro municipio, y en definitiva, nuestro país”, expresa el profesor, Hernán Legarda, que pertenece a Enseña por Colombia, un programa de educación que busca salvar las brechas educativas. La organización está asociada a la red global Teach For All, con presencia en otros 54 países. “Las demás instituciones deberían comprometerse e incorporar en sus currículos educativos una asignatura que trabaje los temas ambientales”, reclama Miyer al finalizar su clase.
Preocupado porque la sociedad no es consciente del daño que ya infringe el cambio climático, el que también es voluntario de la Red Nacional de Jóvenes Ambiente –una organización colombiana con jóvenes de 14 a 28 años–, tiene claro el papel de la juventud: “Somos los que más apostamos por las acciones contra el calentamiento global, por la educación medioambiental y por ser sostenibles”, asegura Miyer. “Hace falta más pedagogía. Así entenderíamos mejor que es lo va a pasar en un futuro si desde ya no tomamos decisiones concretas”, reflexiona.
Hay un gesto que Corina Jiménez (La Cuesta, 26 años) repite desde que era pequeña: quitarse las zapatillas y andar descalza por el campo. Lo hacía de pequeña, cuando con una de sus mejores amigas, la hija de su vecina Luz Dary, correteaba alrededor de un estanque cercano a sus casas; o cuando bajaban a jugar al río Zabaleta, que discurre por la vereda.
Ese mismo ademán sería el que definiría su presente en el campo, su vuelta de Cali, donde se mudó cuando tenía 15 años. “La naturaleza siempre estuvo ahí para salvarme. Hace tres años no sabía qué hacer, ni qué camino tomar, estaba viviendo un proceso de depresión. Hace casi tres años puse los pies descalzos sobre la tierra y me dije: ‘yo tengo que hacer algo por esto’”, recuerda, de nuevo sin calzado, junto al estanque de su infancia.
Cali y el entorno universitario también se convirtió para Corina en un buen laboratorio de ideas en donde germinaría su conciencia medioambiental, su afán por reciclar, por usar ropa de segunda mano y fue su primera escuela de siembra y cuidado de huertas comunitarias. Pero el regreso al entorno rural, asegura Jiménez, es un proceso que viven muchos jóvenes de su generación en la gran ciudad y que vienen de lugares con circunstancias similares a las de su vereda. “Cada uno teníamos nuestras propias dinámicas, buscándonos la vida, estudiando, pero coincidimos en algo: veníamos de pueblitos muy alejados y olvidados y nuestra idea era invertir ese conocimiento en nuestros propios territorios”, explica Jiménez, que recientemente ha sido elegida presidenta de la Junta de Acción Comunal de la vereda La Cuesta, que pertenece a Ginebra, en el Valle del Cauca.
La comunidad de La Cuesta tiene un contexto ambiental complejo. A pesar de tener acceso a un acueducto que se inauguró en los años ochenta del siglo pasado, hasta hace seis años no se contaba con agua apta para el consumo; y eso a pesar de vivir rodeados por fuentes naturales de las que extraer el líquido. “Aquello fue como pasar de la tierra al cielo”, recuerda Luz Dary, que presenció la inauguración del acueducto, que abastece y beneficia a 70 familias. “Con él se acabó la explotación de todos los niños que íbamos cada tarde a por agua para poder beber, lavar o limpiar en casa”, asegura Rosa Gladys Portillo, la madre de Corina, que también vivió con emoción aquel hito en la comunidad.
Jiménez reconoce que el afán y el orgullo que siente su madre por su tierra es el mismo que la ha guiado a ella. “La situación ha mejorado, pero aún el acueducto necesita una boca de toma, mejorar los procesos de limpieza, cloración…”, explica Jiménez. Pero para llevar a cabo estas mejoras y que supongan una mejor calidad de vida para todos los vecinos, lo que les falta es “un padrino”, que asegure los fondos necesarios, como explica la joven. “Mi mayor propósito es que la gente sienta que el acueducto es de ellos y que se apropien del agua, que entiendan que acceder a ella es un derecho”, reclama.
El otro gran sueño de Jiménez es poder construir un vivero y poner en marcha un proyecto de huertas comunitarias, además de proseguir en la enseñanza medioambiental de los más pequeños y la reforestación de la zona. “Mi sueño no es solamente tener un negocio que me lucre, sino construir algo que genere conciencia”, concluye.
Cuando Adriana María España (Rosario, 35 años) se marchó a Bogotá con su pareja, Óscar Díaz Martínez, a buscar un futuro mejor para ellos y sus hijos, Brandon Esteban, de 12 años, y David Luis, de seis, nunca imaginó que acabaría volviendo al lugar donde pasó su infancia y adolescencia para convertirse en productora de limón Tahití. “Yo nunca había trabajado en una finca, pero si uno le pone buena actitud, uno aporta”, reflexiona España sentada bajo uno de los árboles frutales de su finca, La Cosecha.
La pareja se marchó de la zona a causa del conflicto armado y pasó 12 años en la capital colombiana trabajando de zapateros y alternando otros empleos temporales que solo les alcanzaba para malvivir. Las condiciones ambientales de el Rosario, al suroccidente de Colombia, donde el río Turbio corta la cordillera del departamento de Nariño, son óptimas para el cultivo de coca, lo que ha motivado la disputa de este territorio y su progresiva deforestación.
Pero la situación ha cambiado en los últimos años y ha permitido que familias como la de España se puedan ganar la vida con cultivos lícitos. “El limón Tahití es una buena alternativa al cultivo de la coca. Económicamente es rentable. Cada 15 días cosechamos, así que cada 15 días recibimos algo de dinero. Además, uno no tiene que estar escondiéndose ni con el miedo de que se va a quedar sin nada”, afirma España.
Es así que desde hace tres años viven aquí en su finca, donde cultivan 12 de las 14 hectáreas de limón Tahití. Además, forman parte de ASOSANFRANCISCO, una organización formada por 73 personas, de las cuales 36 son mujeres, que les ayuda en las tareas de formación, pero también en la comercialización del producto.
El siguiente paso que quieren dar es conseguir el certificado orgánico. “Vamos lentos en el proceso, pero seguros, aprendiendo todas las técnicas de buenas prácticas”, asegura España. Entre estos métodos está el control de malezas con guadaña para sustituir a los químicos, el manejo de residuos y el empaquetado de fertilizantes, por nombrar algún ejemplo.
Otra de las decisiones que tomaron a favor de medio ambiente fue la de no cultivar dos de las 14 hectáreas de su propiedad y plantar árboles. Esta iniciativa forma parte del acuerdo firmado de cero deforestaciones con la Asociación Agropecuaria San Francisco, donde cada productor se compromete a preservar un predio de su finca para no talar especies nativas. “Si no hay vegetación y todo está seco porque hemos cultivado sin control, acabamos con la naturaleza”, admite España.
Además, Adriana afirma que la mejor forma de ser guardiana del medio ambiente es con pequeñas acciones y dando ejemplo a sus hijos. Ellos ya replican en su colegio todo lo que han aprendido de su madre: a clasificar la basura, a reutilizar, a reciclar… “Ellos saben que los árboles no hay que cortarlos y que el agua no se debe contaminar”, explica la joven.
Cuando Sebastián González (Pueblo Nuevo, 20 años) observa en el estado de abandono en el que se encuentra la casa de su abuelo, ubicada en una vereda junto al río Mira, su gesto se tuerce. “Lo más valioso que nos transmitió fueron sus valores de paz, armonía, responsabilidad… Me enseñó que debíamos salir y luchar por nuestros sueños y los de la comunidad”, explica González.
Sebastián creció en esa casa, en la vereda Pueblo Nuevo, que pertenece al Consejo Comunitario Bajo Mira y Frontera, zona rural de Tumaco compuesta por 52 veredas y 46.000 hectáreas. La ciudad, de más de 220.000 habitantes, de mayoría afrodescendiente, se configura como un centro turístico bañado por el Pacífico, en la que abunda el cultivo de cacao y la palma, pero también de coca. Nariño ha sido una de las zonas del país más castigadas por el conflicto armado y la siembra de cultivos ilícito. El 33% del total de área sembrada se concentra en cinco municipios de la región, entre ellos Tumaco, según un informe de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD) de 2021.
Hace cuatro años, González y su familia tuvieron que huir de esa finca debido al conflicto armado que afectaba especialmente el campo. “La violencia fue una de las causas por las que la casa se vino abajo y la cosecha de cacao se echó a perder, no podíamos venir a cuidar lo que se producía aquí”, lamenta el joven.
Su familia, entonces, decidió cambiar de residencia al casco urbano de la ciudad, donde ahora Sebastián cuida de sus dos mellizos recién nacidos y donde inició sus estudios en Administración Pública. Su abuelo, de 87 años, aprovechó para repartir sus tierras entre sus ocho hijos. La madre de Sebastián recibió una parte, donde el joven quiere cultivar cacao orgánico. Él fue quien lo enseñó a labrar la tierra. “Me gustaría hacer una buena limpieza y plantar cacao rodeado de frutales”, sueña González.
La violencia fue una de las causas por las que la casa se viniera abajo y la cosecha de cacao se echara a perder
Para seguir formándose como agricultor, González se ha vinculado al proyecto de cacao que Ayuda en Acción promueve junto a la Agencia Española de Cooperación y Desarrollo (AECID) para jóvenes en Nariño. Aprender todo el proceso, desde la siembra, la recogida y la transformación le ayudaría a mejorar sus ingresos y su calidad de vida. “Colombia es profundamente desigual y ser joven en este país es muy difícil”, lamenta Sebastián.
Algunas de las carencias que González encuentra en la sociedad es la falta de conciencia sobre el impacto del cambio climático en sus vidas. “Es necesario una materia en el colegio en el que se hable sobre lo que está pasando y admitir desde los gobiernos que el calentamiento global existe”, reflexiona el joven. Con lluvias casi todo el año y los ríos más desbordados, la región pierde producción de cacao con más frecuencia, y por tanto competitividad. Y estos fenómenos viene aparejados al calentamiento global.
Pero los sueños de Sebastián no se quedan en mejorar la educación medioambiental para mitigar los efectos del cambio climático. Siguiendo la estela de su abuelo, González quiere llegar mucho más lejos en su carrera como líder comunitario. “Me gustaría ser alcalde de Tumaco. Pero antes de eso, tengo que educarme, estudiar, servir a la comunidad…”, explica humildemente el joven. González, además, tiene una petición para los líderes de hoy. “Que pongan en práctica las peticiones que les llegan, porque de nada sirve escuchar y no actuar. Que miren el pacífico colombiano, que tiene gran potencial. El gobierno está en deuda con él”, concluye.