En uno de tantos parques para la recreación humana que se encuentran en la capital, crece un arbusto florido en cuyos racimos de flores intensamente rojas se posaban presurosas cientos de abejas para chupar el néctar de las flores frescas; el espectáculo insólito en medio del cemento y el asfalto de la urbe ruidosa da pie para este comentario sobre las abejas.
Las organizaciones primitivas del ser humano en tiempos remotos descubrió utilitariamente el fruto dulce del trabajo febril de aquellos pequeños insectos que llevaban al panal el néctar de las flores para transformarlo en alimento precioso.
Organizaron los humanos un “saqueo” nutritivo a las colmenas libres en los bosques para su propio beneficio y alimentación.
Tal vez entonces ignoraban el rol de vida de las abejas, en sus armónicas e instintivas faenas polinizadoras de las cuales depende la vida de los bosques, la germinación de los frutos y el complejo proceso de la agricultura y la existencia de la flora.
Con el descubrimiento de las colmenas empezó la industria de la apicultura que da alimento y trabajo útil a muchos pobladores de la tierra.
Con el tiempo, el hombre supo agradecer esa función alimentaria del insecto incansable, hasta convertirlo en símbolo del trabajo, emblema de la nobleza como que su imagen se instaló en los escudos heráldicos de reyes y señores en tiempos del renacimiento tanto en Europa como en el lejano oriente y otras regiones del mundo.
El refinamiento técnico afanado en la fácil producción económica y el rápido enriquecimiento, ignoró las lecciones de solidaridad que supone la sociedad apiaria y su instintiva división del trabajo; por esa actitud mezquina, el productor humano del agro quiso que con elementos químicos la producción agrícola rindiera en tiempo y producción y ahí empezó el exterminio de muchas especies de insectos, entre éstos las abejas, ignorando el papel multiplicador sobre las plantas como polinizadores. Los agroquímicos, los pesticidas y toda suerte de venenos químicos fueron elementos complementarios de muchas industrias del campo pero las consecuencias que se observan ahora son la masacre de miles de millones de abejas de las cuales depende el éxito de las siembras y de las cosechas. Por eso ahora el glifosato, el paratión y otras mezclas malignas, son el emblema de la muerte y la masacre; constituyen el antecedente mortal de la ruina de los cultivos y las siembras y, por supuesto, de la riesgosa extinción de las abejas y de los apiarios.
En esos mismos términos, comienza el éxodo bíblico de las legiones de abejas que, como los humanos perseguidos por la guerra, son desplazados del campo a la ciudad para evitar la masacre. Por eso en un parque público de la cosmópolis indolente, una familia de abejas trata con dificultad de descubrir las flores, fuente de su alimento y de su vida social; las abejas como los campesinos son exiliados de la violencia que el ser humano ejerce; improvisan los insectos sus maravillosos hogares en medio del cemento huraño y se exponen a la imprudente curiosidad del citadino indolente.
También las abejas son víctimas del exterminio y el desplazamiento.
Fuente: Fundación Amigos del Planeta.